El modelo de cartón de un pesebre con figuras del mismo material hechas, aguardaba doblado entre sus pliegues policromos el volver a la vida como cada año en la temporada navideña, la cajita que lo contenía se guardaba dentro de un enorme ropero de madera labrada, noble y viejo mueble oloroso a bosque y a madera de cedro.

Pasaron los años y la cajita del nacimiento fue sustituida en su encargo por árboles de materiales sintéticos, árboles de forma cómica de ramas fingidas y luces eléctricas, esferas de colores, escarchas de papeles metálicos de colores verdes, rojos y plata, una estrella brillante y metálica remataba aquella estructura hecha de alambres torcidos y festones de plástico de olores a polietilenos.

Muchos fueron los años que aquella caja dentro de aquel ropero de la vieja abuela ya muerta quedara sepultada detrás de la ropa de cama de la anciana, sus recuerdos, ropa de cama que aún guardaba sus formas de mujer vieja y enferma guardadas; prendas de quien fuera su dueña guardaron por años su olor distintivo de madre de hijos varones y mujeres, hoy madres como ella lo fuera, y ellos, los varones tenían hijos fuertes y juguetones, que la vieja ya no conociera, no al menos como ahora estaban de grandes y fuertes, ella la abuela se había ido como todos los de su generación una invierno frío, una madrugada sin darle la despedida a nadie, sin molestar siquiera. Pacto tácito de sus hijos, que todo lo de la madre muerta, muerto como ella permaneciera en el ropero así transformado en ataúd de sus recuerdos y de sus cosas, que ahí durmiera aquello como los recuerdos que de ahí mismo ella cada vez que podía guardara ahí en vida, ahora todo aquello estaba condenado a la oscuridad de la muerte fingida del tiempo bajo llave, que no hay peor tiempo que el que se pasa prisionero.

Así llegó a contar cada figura en su haber de figura de cartón, de estar dormido sin dormir, que aguarda su momento 10 años ahí plegados sobre sí mismos, desecados permanecieron. Juan Manuel un día solicitó a su madre las llaves del ropero de la abuela para ver qué había ahí dentro. Con vehemencia el niño suplicaba: ¿es que nadie lo abre nunca, es que la curiosidad me llama desde ahí dentro ?

Rogó desde su altura de tan solo 12 Navidades aquel niño a su madre, pero no le hacían caso; por último exigió que como regalo de Navidad le permitieran abrir aquella bóveda de madera y explorar aquel mundo oculto a su imaginación y curiosidad, y ni así; no, fue la respuesta de su madre, que ideas tienes, le dijo.

Pero él insistió tanto delante de su padre que finalmente más por terquedad que por la comprensión de los adultos, le serían prestadas las anheladas llaves, pero que ya no molestara más, se las darían el mero 24 de diciembre por la noche dentro de una caja de regalo, junto a sus juguetes que le llevaría el Santaclós.

Llegó la noche buena, la fiesta se dejó venir alegre y en torno a la mesa y al pié de aquel árbol se congregó la familia y las visitas así como las risas de los niños, dieron las 12 de la noche, la hora del ritual que no es nuestro y todos se fueron a abrir sus regalos al pié del árbol artificial, Juan Manuel solo abrió uno de ellos, el pequeño que seguramente contenía aquellas llaves que le viera a su madre de vez en vez sacar de un cajón de su tocador, aquel llavero que contenía una pequeña torre Eiffel de metal, un dado color rojo oscuro, y un escudo vaticano que charolaba la luz colgado de aquella cadena llena de tintines, sí eran las llaves del ropero de su abuela.

La palabra había sido cumplida por su madre y ahí dentro de aquella cajita de moño rojo de orejas muy paradas estaban las llaves del ropero de su abuela, corrió por aquella casa de corredores hechos para eso y llegó hasta la recamara cerrada que fuera de su abuela, con prisa y nervios abrió la cerradura con una de aquellas llaves del racimo, la de latón de tonos amarillos, entró encendió la luz, ahí ente él estaba el enorme ropero de su abuela en aquella habitación hoy reservada solo para las ocasionales visitas, ahí estaba la cama de la abuela, sus muebles todos de madera, el olor a cedro penetró hasta su cerebro cuando abrió con la llave de tres agujeros la puerta central de aquella arca, la luna de vidrio reflejó la imagen del cuarto en su giro de casi 90 grados y rechinaron los goznes con delicia de viejo que se para de su asiento para salir a pasear de la mano con el nieto, los ojos del niño viajaron por todo aquel sinnúmero de objetos abiertos a la luz de su ojos, como un vientre de madre que pariera vida de nuevo después de muchos años y tiempo de añejamiento.

El niño buscó sin saber qué, tocó y sintió en sus manos objetos raros: y sacó perfumeros vacíos, polveras, aretes antiguos, lentes de formas raras, una lupa, viejas fotos en marcos metálicos de personas de grandes bigotes y ojos brillantes, de pronto entró la madre del niño, él volteó y sonrió como solo los niños le han sonreído a sus madres por siempre, con el corazón. -¿Satisfecho? Preguntó ella, ya haz visto que aquí no hay nada, solo cosas viejas, anda ven regresemos con los demás a la sala, cierra el ropero y ven a abrir tus regalos.

No mamá, déjame abrir otra puerta, solo he abierto esta del espejo y aún me quedan por abrir dos. La madre suspiró y tomando algunas fotografías de las que el niño sacara se sentó en la cama que fuera su madre, eran viejas fotografías en blanco y negro, otras en sepia, sonreía al verlas, el niño cerró la puerta del espejo que volvió a despedirse con un crujido, esto hizo que la madre del niño reaccionara bajo un viejo recuerdo de los años pasados cuando la puerta era abierta con frecuencia, un nuevo olor inundó la estancia, era un raro perfume, entre dulce y cálido, el olor de los recuerdos inundó toda aquella estancia con su aroma, el niño introdujo ambas manos entre la ropa de cama y sacó como por instinto la caja de madera que contenía al nacimiento, por instinto abrió aquel regalo de Navidad inesperado, su sorpresa fue mayúscula, un ejército de figuras policromas danzó delante de él, la Virgen María, los pastores, San José, los tres reyes magos y muchos animales de corral, por último y como si fuese el plato fuerte un ángel bellísimo y el niño Dios que venían envueltos en un papel como de china.

¡Mamá! -Exclamó el pequeño, ¡es un nacimiento! Y ahí mismo emprendió la tarea de armarlo sobre la cama rechinante de su abuela. La madre se le quedó mirando y recordó como ella misma había así, como su hijo alguna vez armado aquellas hermosas figuras de cartón policromo cuando era niña, aquel nacimiento le trajo recuerdos bellos de cuando era niña y de Navidades felices ya pasadas.

Como madre e hijo tardaran en reunirse con los otros, poco a poco fueron llegando a la recamara de la abuela uno a uno los demás miembros de la familia que estaban en la sala de la casa, y ahí en la recámara de tanta gente que llegó, aquello se tornó en fiesta de recuerdos, sí ahí dentro de aquel cuarto hasta hace años olvidado, risas y alegría nueva y pasada por fin fundida de los que recordaban las Navidades de antes viendo fotos, las figuras y demás objetos que pasaban de mano en mano, así se recordaron las anécdotas en torno a este nacimiento de cartón por fin desdoblado a la vida activa, nacimiento renacido sacado de las entrañas de aquel viejo ropero, el ropero de la abuela por manos de su nieto Juan Manuel.

Y de ahí en adelante ya nunca dejaría de estar presente en las Navidades subsecuentes aquel nacimiento lleno de recuerdos para tantas generaciones, la tradición era finalmente un sentimiento vivo nacido de aquellos que se han ido, pero que nunca han muerto.

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